Ella había olvidado la
última vez que había visto el mar, le era curioso el transcurrir del tiempo en
una década. Podría jurar que parecía más que simplemente diez años, ya que,
aunque había pasado infinidad de veces por allí, simplemente no había hecho más
que notar la presencia de la costa, como quien estaba de pasada. Allí quieta,
fluida pero estática, siempre en el horizonte.
Hacia horas que la
mujer se encontraba sentada sobre la arena, sintiéndola escurrir entre las
manos, disfrutando del viento nocturno sobre la piel y de la espuma del chocar
de la marea sobre la costa, pero la joven no estaba sola, un cuchillo le hacia compañía.
Sus cabellos se fundían en el mismo color dorado
del suelo, recostada no podía más que contemplar esa inmensa luna que se hacia añorar,
intentaba darle forma a esa embriagadora sensación que recorría su mente pero
esta se escapaba cual agua entre los dedos. Pero la luna se comenzaba a perder
su brillo, y en su ausencia la marea bajaría y dejaría atrás ese hermoso
reflejo sobre el mar; pero ello no la llenaba de tristeza ni melancolía ya que
el fin siempre daría un nuevo comienzo, así como la muerte es necesaria para la
vida. La sangre escapaba de sus muñecas y con ella su vida, llevándose así el
calor de su cuerpo dando la bienvenida al frío. La vida comenzaba a terminar….
-“¡No, no, no!”- La tinta aun fresca manchó sus dedos, el
papel que estaba escribiendo terminó en pedazos y hecho un bollo el cual voló
hasta un tacho de basura lleno de otras hojas. -“Casi las cuatro de la mañana y
aun no llegas, maldita musa, ¿¡Cuanto debo sufrir para que vuelvas maldita
caprichosa!?”- vociferaba el malhumorado escritor, su rostro vestía unas
marcadas ojeras que, como la costa humedecida por el océano, adornaba el mar en
sus ojos. La mirada del nervioso hombre oscilaba entre un calendario donde la
mitad de los días se encontraba tachados en rojo, salvo uno que decía “Entrega
preliminar de la historia”, y ese momento llegaría en unas horas.
La mañana anterior había discutido con su mujer, como
habitualmente sucedía. Ella nunca entendía la presión que él sentida antes de
cada entrega a la editorial, furiosa entre
insultos había tomado al niño y pedido un taxi olvidando sobre la mesita el
regalo de aniversario y las pastillas que le había recetado el psiquiatra.
Cafeína y aspirina, una ducha, gotas para los ojos y un
vistazo sobre el espejo de por medio encontró al joven escritor observándose
extrañado frente al espejo. Cualquiera diría que parecía más muerto que
vivo. Sirenas de policía y el traqueteo
de la cama de sus vecinos contra la pared, los sonidos y las imágenes comenzaban
a mezclarse sin razón. Todo giraba en su mente así como giraba el frasquito,
ese que él pensó que eran aspirinas, ahora vacío. Grave error.
En esa danza macabra, él bailo en el suelo, acostado y
girando sobre si. Solo él danzaba, adornando la alfombra del baño con un
reguero de pastillas y espuma de su boca. Una oscuridad inmediata invadió el
mundo…
La tele se había apagado, pero ya era tarde.
-“Apaga esa maldita televisión de una vez por todas. Te he
dicho mil veces que no quiero que veas esas porquerías” grito la señora en
pantuflas, lucia un camisón que recordaba esas cortinas de baño que usaban las
abuelas. El niño acató de inmediato, el miedo al calzado de su Tía era más
grande que el interés sobre cualquier película. El control remoto terminó torpemente
en el suelo, él giro para tomar un poco más de frazada y terminó
irremediablemente observando la ventana al otro lado de la habitación. El cielo
brillante aparecía como un cuadro sobre el marco de su ventana, las estrellas
se distribuían cual pastillas en el suelo adornando a la blanca dama. La luz de
luna se filtraba por los cristales pero comenzaba a desaparecer poco a poco, no
se encontraba demasiado lejos de la costa pero aun podía sentir el olor a mar.
Ese olor que genera irremediablemente nostalgia, nostalgia de algo lejano y
completamente olvidado. Pero aun a las puertas de la fantasía y el mundo onírico,
el niño nunca supo que fue lo que estaba añorando.
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